Subí al 34. Me senté y me miró. Tenía pelo corto y la cara muy arrugada. Actitud varonil, manos de mujer. Estaba sentada en la baranda baja justo opuesta a la puerta del medio, a pesar de que había asientos libres. Yo la tenía de frente. Ella tenía un encendedor en la mano. Hacía salir la llama y la miraba. La apagaba. Hacía salir la llama y la miraba. La apagaba. Un par de personas la empezaron a mirar con desconfianza. Yo, con mis anteojos negros. Unas pocas veces estiró el brazo con la llama encendida. Tenía una tos intermitente y casi imperceptible. Hacía salir la llama y la miraba. La apagaba. A veces hacía una pasada con su mirada sobre nosotros. El encendedor también era linterna en la otra punta. En un momento prendió la linterna y movía el brazo hacia la izquierda y hacia la derecha y apoyaba el punto de luz sobre la ropa de dos de los pasajeros. Uno de ellos, el más cercano, se puso incómodo. Hacia la izquierda y hacia la derecha. Cruzó el pasillo como para bajar, pero lo que hizo fue apoyar el punto luminoso sobre el buzo negro del señor que estaba sentado. Acercaba la linterna y la alejaba. Volvió a su lugar original, ahora de pie y agarrada del caño vertical. Hacía salir la llama y la miraba. La apagaba. Lamentablemente, llegué a mi parada. Mientras esperaba junto a la puerta, la podía ver en el reflejo del vidrio. Estaba quieta. Yo hacía rato había puesto la música en pausa. De repente, empezó a hablar con una voz muy aguda. No se entendía lo que decía.
Justo el día anterior había estado hablando con mamá de Niní Marshall y su personaje Cándida.
jueves, 15 de mayo de 2008
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